La genealogía es marrón, profunda y antojadiza. No se detiene en los puntos álgidos de la historia ni se conforma con poner etiquetas sobre una secuencia de eventos. No es un método que pueda extrapolarse a cualquier momento y lugar, desatendiendo las propiedades del suelo y la textura del tiempo. La genealogía tiene algo de la lógica del escorpión, que se sumerge bajo las rocas y nos mira desde abajo, allí donde dejamos de darnos cuenta que nos están mirando. Para hacer genealogía, hay que tener un vínculo inextricable con la tierra.
Un tramo de la historia argentina: los años 30, la “Década infame”. Los libros que leemos habitualmente caracterizan a esa década por el retorno del fraude político y la venta del país al capital extranjero en medio de una de las peores crisis económicas mundiales que se recuerden. Todo ello es cierto y lo sabemos –o deberíamos saberlo– de memoria. ¿Sabíamos también que había otras infamias más subterráneas, más relacionadas con el espíritu de un pueblo?
Una hipótesis. Cualquier lector contemporáneo que estuviese iniciándose en el conocimiento de la historia argentina entendería los ’30 con mayor profundidad que un estudiante de otros años. Lo entendería muy fácilmente porque los años 30 son muy parecidos a los nuestros. Quizá ese hipotético lector conceda otra connotación a la denominada “Gran Depresión”, creyendo que tal ocurrencia se refería, justamente, a una cuestión del espíritu. Y así lo fue. La crisis argentina de los años 30 tiene una conexión espiritual con la crisis actual. Es la crisis de la soledad…
Tres escritores argentinos cuyos nombres quedaron grabados en nuestra memoria colectiva –aunque no así en la mayoría de los programas de enseñanza de nuestras Universidades– pintaron los años 30 con colores pardos. Roberto Arlt, Raúl Scalabrini Ortiz y Manuel Gálvez. Al primero es sencillo asociarlo con la crisis espiritual de los ‘30. La novela Los siete locos es un crudo testimonio al respecto. A Scalabrini Ortiz se lo relaciona más con la crítica al decadente imperialismo británico y su cónico tendido ferroviario sobre el suelo argentino: ¿qué puede decirnos sobre la crisis espiritual de los 30? A Manuel Gálvez, en cambio, es difícil asociarlo con algo, porque su nombre y su obra nos resultan hoy casi desconocidos. Sin embargo, Gálvez fue un escritor que se ubicó muy por encima de su época, dando testimonio a través de novelas y profundos relatos sobre la vida de personajes fundamentales para nuestra historia, de Juan Manuel de Rosas y Domingo Faustino Sarmiento hasta Hipólito Yrigoyen y Ceferino Namuncurá. La obra Gálvez es una muestra de lo que debe hacer un buen genealogista: mirar la historia desde las urgencias de su propio tiempo.
Manuel Gálvez, historiador, poeta y ensayista oriundo de Paraná, Entre Ríos
Tres libros clave: la ya mencionada novela Los siete locos, escrita por Arlt a fines de los años 20. El Hombre que está solo y espera, publicado por un joven Scalabrini Ortiz en 1931. Y Hombres en soledad, de Gálvez: un relato construido en retrospectiva, cuando los años 30 estaban llegando a su fin, y cuyas páginas sondean el ambiente cultural y espiritual que dio lugar al golpe de Estado de 1930. Tres libros que tratan con la sustancia más espesa de su tiempo. No sólo la soledad entre individuos, no sólo la soledad en medio de la ciudad, sino la soledad colectiva, la soledad del pueblo: soledad de la que ni siquiera pudo escapar la oligarquía de aquel entonces.
I. Tierra adentro
“Nuestro vacío nos viene de la pampa. La pampa se nos ha metido en el alma. La sociedad argentina, el alma del argentino, son vacíos como es vacía la pampa” (Gálvez: 1938 [1986], p. 234), afirma uno de los personajes perteneciente a la oligarquía en cuyo seno se desarrolla la novela Hombres en soledad. La pampa, en efecto, irradiaba su espíritu sobre Buenos Aires. Los personajes de Gálvez lo sienten, están atravesados por esa soledad de llanura tan invocada por Scalabrini Ortiz:
Es una tierra que amilana los sentidos, que postra la sensualidad, una tierra invisible aun para el cuerpo que la holla, una tierra casi inhumana, impía, chata, acostada panza arriba bajo un cielo gigantesco. Es una tierra inasible, sin actualidad, que ni se ve, ni se oye –muda, inmóvil–. (1931 [1991], p. 42)
Quizá por eso quienes tenían los medios y contactos necesarios optaban por escapar a Europa. Así lo hace la mayoría de los personajes de Hombres en Soledad. En la Argentina, las crisis siempre han hecho que la oligarquía vaya al punto donde comenzó todo, como aquel que añora la cuna de su niñez cuando se encuentra a la intemperie, en medio de una gran tempestad.
Un lugar común, un barco encallado en medio del desierto: Buenos Aires. Tres hombres atravesados y constituidos por la soledad: Remo Erdosain, protagonista de Los siete locos; Gervasio Claravel, un escritor fracasado que sólo desea huir a Europa, tema de central de la novela Hombres en soledad; y el Hombre de Corrientes y Esmeralda, descrito en sus matices y difíciles contornos en El hombre que está solo y espera. Todos, a su manera, comparten la misma condición espiritual, todos están atravesados por diferentes formas de humillación y, cosa notoria: todos tienen un conflicto cuasi constitutivo con la mujer. Erdosain, hombre humillado por su esposa Elsa, que huye repentinamente con otro hombre. Claravel, hombre atrapado en el centro de Buenos Aires, en la monotonía del matrimonio y en sus propias cavilaciones. Y, finalmente, el Hombre de Corrientes y Esmeralda: un aparente prototipo del argentino, tan lleno de meandros y de regiones imposibles de sondear, que a veces se vuelve irreconocible para sí mismo –es decir, para el lector–.
Ese hombre está incrustado en “La ciudad sin amor”, capítulo crucial donde Scalabrini Ortiz analiza los tres grandes epifenómenos que moldean a la Buenos Aires de los ‘30: 1) separación entre el campo y la ciudad; 2) mujeres de la oligarquía confinadas por sus familias ante la “amenaza” de las olas migratorias que desembarcaban en el puerto de La Boca; 3) sexos alejados y enfrentados en “una rivalidad que ni el matrimonio salvaba” (Scalabrini Ortiz: 1931, p. 47). Convertida en un cuasi convento, la ciudad “se hundió en el trabajo como en una oración” (p. 49). “¿Y cómo se explica –pregunta una de las protagonistas de Gálvez– que habiendo tanta libertad en la pampa la haya tan poca en Buenos Aires? Porque esto es una cárcel” (1938, p. 235). No hay una explicación racional para ello. Es la vastedad de la llanura volviéndose contra sí misma; es la condición espiritual de Buenos Aires:
La ciudad había intimado a todos sus habitantes su voluntad subconsciente de recogerse y meditar. Nadie salía del perímetro de la ciudad. Se cerraron los accesos al campo. Se cortaron la vista y el uso del río.
Sin embargo, la ciudad no se quejaba. Parecía plácida, bienaventurada en su beatería, y estaba retorciendo sus vísceras, masacrando su población, en un mismo bolo alimenticio. (Scalabrini Ortiz: 1931, p. 48)
II. Tierra en soledad
Hay que leer las urgencias del presente de un modo diferente al habitual; de un modo argentino, más que estrictamente estadístico-sociológico-europeo. La Gran Depresión de los años 30 es recordada por sus altos índices de desocupación, la caída vertiginosa del producto bruto interno de las potencias de aquel entonces, la disminución del comercio a nivel mundial y el ascenso del fascismo en Europa.
Por aquel entonces, la Argentina también atravesaba transformaciones de todo nivel, no sólo en su economía dependiente del mercado agro-exportador y de su política organizada en torno al clivaje radicalismo-conservadurismo. La Argentina de los ’30 fue el escenario de profundos cambios sociales y espirituales. Scalabrini, Arlt y Gálvez dejaron incuantificables testimonios de ello. La transformación de Buenos Aires, que en poco tiempo se había convertido en una ciudad cosmopolita y que llevaba adelante una lucha interna contra sí misma. La transformación de la vida cotidiana, cada vez más ajustada al ritmo de la máquina, del trasporte, de la administración burocrática y de las modas europeas en materia estética e intelectual. La transformación del pueblo argentino, que en el trascurso de aquellos años envejeció de golpe, siendo todavía un pueblo joven con mucho por hacer y para dar.
Algunos intelectuales y políticos de la época, incluyendo referentes de la UCR, el Socialismo y las plumas que escribían en la revista Sur, dirigida por Victoria Ocampo, leyeron a la Argentina de los ’30 en un juego de espejos con Europa. Desde esa óptica se miró (con cierto terror) el advenimiento de las masas y se comparó (con la urgencia de quien piensa en medio del terror) al gobierno de Justo, y más tarde al de Farrell y de Perón, como un remedo del fascismo europeo.
La lectura es conocida y todavía tiene sus ecos en nuestra actualidad. La pandemia del COVID-19, la crisis económica, la debacle de la política y la desintegración social que atravesamos en estos días suelen asociarse con el ascenso de expresiones de “ultraderecha” emparentadas, en muchos aspectos, con los fascismos europeos. Tal vez la historia narrada en un futuro próximo llegue a esas conclusiones, siguiendo las constelaciones conceptuales que estamos trazando ahora mismo.
Una lectura atenta a la idiosincrasia argentina afirmaría, en cambio, que en el pueblo no está en un proceso de “derechización”. El pueblo está en soledad…, y ello en todos las acepciones posibles del término. Estamos solos en la ciudad, solos ante una interminable llanura de pantallas, solos entre nosotros, solos ante nosotros. Por cierto, son los hombres en soledad quienes tejen constelaciones en el cielo de las ideas, los que hacen complejas ecuaciones para desterrar una tensión irresoluble que viene desde las entrañas.
Hemos ido hasta Europa y traído sus categorías para comprendernos a nosotros mismos; hemos importado el binomio derecha-izquierda buscando comprender la política argentina; hemos dejado que los pensamientos vuelen muy lejos cuando teníamos todo frente a nuestros propios ojos. Sólo un indicio a seguir: en una tierra de “horizontes sin medida” (Scalabrini Ortiz: 1931, p. 44), como es la pampa argentina, la política puede solicitar un sacrificio interminable sin un claro punto de llegada. El liberal-conservadurismo de ayer, el neoliberalismo de hoy, han sabido usufructuar la soledad.
No sabemos bien cuál era la ideología política de “El Astrólogo”, uno de los personajes más atrayentes y enigmáticos de Los siete locos, pero sí podemos estremecernos con sus discursos:
Nosotros los pocos queremos, necesitamos los espléndidos poderes de la tierra. Es necesario, compréndame, es absolutamente necesario, que una religión sombría y enorme vuelva a inflamar el corazón de la humanidad. Que todos caigan de rodillas al paso de un santo, y que la oración del más ínfimo sacerdote encienda un milagro en el cielo de la tarde.
¡Ah, si usted supiera cuántas veces lo he pensado! Y lo que me alienta es saber que la civilización y la miseria del siglo han desequilibrado a muchos hombres. Estos locoides que no encuentran rumbos en la sociedad son fuerzas perdidas. En el más ignominioso café de barrio, entre dos simples y un cínico va a encontrar usted tres genios. Estos genios no trabajan, no hacen nada. Es una energía que, bien utilizada, puede ser la base de un movimiento nuevo y poderoso.
Literatos de mostrador, inventores de barrio, profetas de parroquia, políticos de café y filósofos de centros recreativos serán la carne de cañón de nuestra sociedad. (Arlt: 1929 [2016], p. 134)
Aquellos bares donde Scalabrini Ortiz encontraba a El Hombre que está solo y espera fueron sustituidos por las redes sociales, mientras que los profetas de parroquia, los políticos de café y los filósofos de centros recreativos han dado paso a influencers y youtubers: esos ínfimos sacerdotes capaces de encender un milagro en el cielo de la tarde.
III. Tierra que palpita
“Tenemos que volver los ojos a la tierra, a nuestra tierra, para ser algo en el mundo, para tener una cultura propia” (p. 358), dice Pedro Roig, el alter ego de Gálvez en Hombres en Soledad. Por sinuosos y arduos caminos, tanto Gálvez como Scalabrini Ortiz y Arlt nos enseñaron a poner los pies sobre la tierra. Ello no sólo era necesario a principios del siglo XX, también es necesario hoy día, sobre todo en lo que respecta a nuestra formación y nuestras investigaciones académicas, que desde mediados del siglo XIX a esta parte han tendido constantemente hacia la europeización. Cuestión llamativa: nunca hicimos una genealogía al respecto.
Hemos olvidado lo que Scalabrini Ortiz advertía casi un siglo atrás:
En la conciencia del intelectual argentino hay una incriminación que le desasosiega. Son hombres inseguros de sí, porque han extirpado todos los sentimientos que en ellos podían alimentar su creencia. Han sido infieles a los miramientos y emociones nucleares de su infancia, de su adolescencia y de su juventud y quieren sentirse a sí mismos, constantemente, paladear en todo momento el premio de su apostasía. Son los únicos que viven en presente. (1931, p. 83)
La advertencia de Scalabrini todavía tiene vigencia…
Años 30 del siglo XX, años 20 del siglo XXI: el intelectual argentino vive en un eterno presente; es alguien que desconoce parte de su propia historia, que busca refugio en elevadas constelaciones conceptuales y así deja de escuchar el pálpito de la tierra.
¿Pero qué hacer cuando la tierra tiembla, tal como tembló en los 30, tal como está templando hoy día? Quizá no esté de más recordar una obviedad: hay cosas que sólo se comprenden mirando y escuchando, porque mirar y escuchar es una manera de pensar, sobre todo de pensarnos como pueblo.
Tenemos que poner los ojos, los oídos, el cuerpo entero sobre la tierra. ¿Qué vemos? ¿Qué escuchamos? Un país que se agita en silencio, en medio de las redes sociales, los diálogos por WhatsApp y el desarrollo de la inteligencia artificial. Un país que se mira a sí mismo a través de infinitas y omnipresentes pantallas, sin terminar de mirar ni comprenderse. Un país que revolotea tiempos huracanados sin saber quién es, qué quiere y hacia dónde va.
Miremos y escuchemos toda esa soledad. Allí está la raíz del problema, y también la respuesta…
Bibliografía
Arlt, R. (1929). Los siete locos. Buenos Aires: Ombú [2016].
Gálvez, M. (1938). Hombres en soledad. Madrid: Hyspamerica [1986].
Scalabrini Ortiz, R. (1931). El hombre que está solo y estepera. Buenos Aires: Plus Ultra [1991].
Sobre el autor
Pablo Martín Méndez es politólogo y doctor en Filosofía.
Director del Centro de Estudios sobre Filosofía, Ética y Cultura, Coordinador del Área Ética del Departamento de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Lanús y profesor en la misma Universidad. Investigador del CONICET.