En el texto quiero exponer dos ideas. La primera es que el país atraviesa una crisis de legitimidad del sistema político y que dicho fenómeno, si bien es pluri-causal, resulta fundamentalmente del fracaso del programa de desarrollo nacional implementado durante las últimas décadas. La segunda es el hecho de que la actual crisis económica y social corroe la legitimidad del sistema político, poniendo además en riego la organización y la estabilidad misma de la Nación Argentina.
I. La frustración democrática
La crisis económica y social
En el año 1983 los argentinos alcanzaron la democracia política. Tras cuatro décadas, es claro que, con ese sistema, no se garantizó el desarrollo productivo integral y, menos aún, la democracia social. Lejos estuvieron de cumplirse las amplias expectativas populares abiertas en el año 1983. La democracia heredó un proceso de desindustrialización, de extranjerización, de concentración económica y de endeudamiento externo que no se resolvió, sino que, por el contrario, se agudizó. Las erráticas y contradictorias políticas económicas aumentaron el desempleo y la actividad laboral informal. Paulatinamente, se fue debilitando la cultura del trabajo en un país en el cual se acrecentaron a la par la pobreza y la desigualdad social.
Hace ya casi una década que la economía está recesión, los grupos especuladores tienen alta rentabilidad mientras los sectores productivos quiebran en el contexto de un mercado interno empobrecido. El país había atravesado otros ciclos recesivos en los años 80 y a mediados y fines de los ’90 del siglo pasado. Las consecuencias políticas fueron notorias. El fracaso económico de los años ochenta auspició la posterior reforma institucional neoliberal de Carlos Menem. El segundo fracaso terminó en el 2001, que derivó en una profunda crisis de representación política.
La deuda bruta actual es muy superior a la heredada por la dictadura, superando los 400.000 millones de dólares. Generaciones enteras de argentinos tienen el deshonor de poder decir que ellos, sus hijos y sus nietos están obligados a pagar una deuda que no les trajo prácticamente beneficios personales, familiares o colectivos. Aunque suene extraño, nos acostumbramos a que millones de personas cada día deban más y cada día tengan menos. La deuda es de todos y los beneficios son de unos pocos. Vivimos en un país donde se estatizan pérdidas y se privatizan ganancias.
La pobreza heredada en el año 1983 se hizo definitivamente estructural y derivó en una cruda marginalidad social. El problema de la falta de cultura de trabajo mutó en la cultura del descarte. Millones de argentinos malviven de subsidios que ya no ofician como mecanismos transitorios para salir del desempleo y construir una vida en torno al trabajo. Se trata, más bien, de recursos para perpetuar la marginalidad estructural. Por si ya no faltaban problemas, una parte importante de los trabajadores formales activos e inactivos recibe haberes y jubilaciones debajo de la línea de pobreza.
Un sector de la dirigencia partidaria naturalizó que, en la Argentina, el trabajo formal y digno ya no es el integrador social. La patria fragmentada ya no favorece el ascenso social, sino que contiene la explosión de los caídos del sistema. Esta última condición es la que permite que algunas pocas corporaciones locales y trasnacionales puedan usufructuar los nichos de rentabilidad excepcional que sigue ofreciendo esta tierra bendecida por Dios en recursos naturales y en capacidades humanas.
La crisis del Estado social de derecho
Entre las novedades más importantes a destacar de la democracia argentina de las últimas décadas, es que demolió tres de los pilares fundamentales del Estado moderno que son la educación, la salud y la seguridad públicas.
La educación primaria y media igualitaria –promovida por las elites liberales entre finales del siglo XIX y principios del XX– ya no existe más ni como realidad, ni como valor de los dirigentes partidarios. Hace ya tiempo que las clases altas y medias, sumados los trabajadores formales, abandonaron el subsistema estatal. Hoy la escuela divide a los argentinos por clase social y por estatus aspiracional, adoleciendo de sentido comunitario, patriótico y nacional.
Las primeras escuelas hispanoamericanas fueron fundadas por la Iglesia para pasar al Estado. La actual decadencia del sistema educativo público está empujando a que las escuelas confesionales sean cada día más masivas y populares. La historia parece volver atrás. Paradójicamente, ya que vociferan laicismo. Dada su incapacidad, los funcionarios de gobierno le están devolviendo los estudiantes a las escuelas de la Iglesia que son accesibles en su matrícula, que garantizan los días de clase, que difunden valores y mantienen una mínima calidad educativa. Si bien vive en la pobreza, una parte importante del pueblo no termina de aceptar la falta de futuro de sus hijos e invierte sus ingresos en la educación privada.
La gestión de la salud también divide y separa a las clases y grupos sociales. Los trabajadores formales financian obras sociales y los sectores medios-altos los esquemas prepagos. El 50% de los obreros informales y de los marginados del sistema se atienden en el sistema público o “raspan la olla” para poder pagar de su bolsillo estudios y tratamientos particulares. Pareciera que se instaló la ideología del “dime cuánto ganas, y te diré cuántas posibilidades tienes de no morir”.
Al fracaso del Estado para ofrecer una educación y una salud igualitarias, se le suma su evidente y alarmante incapacidad para garantizar la seguridad pública. La violencia interpersonal de los grandes centros urbanos parece irrefrenable. El argentino de las barriadas populares se ha vuelto lobo del otro argentino; está sumergido en contextos violentos y en robos salvajes ejecutados por menores “soldaditos” y consumidores de la droga. Es preocupante ver cómo simples conflictos de vecinos o de tránsito terminan en altercados violentos de una sociedad urbana anómica e intolerante.
El creciente accionar del crimen organizado y, particularmente del narcotráfico, da cuenta de un Estado cada día más incapaz de monopolizar el uso de la fuerza y de regular mínimamente la convivencia de la comunidad. La tradición ideológica que se autodefine progresista caracterizó a la seguridad como una preocupación de las derechas. Las derechas simplifican el problema y, cuando están al frente de la gestión del Estado, no muestran demasiados resultados para la resolución de un drama que nos acerca a otras ya conflictivas realidades latinoamericanas.
La desigualdad social, la desigualdad educativa y la desigualdad en el acceso a la salud coexisten con la desigualdad en el acceso a la vivienda, a los servicios básicos, a la cultura y al esparcimiento. La democracia abierta en 1983 profundizó las diferencias entre barrios privados y asentamientos ilegales, entre casas seguras y barriadas violentas, entre argentinos que aspiran a ascender socialmente y los que están resignados y se sienten ajenos a sus barrios, a su patria y a su Nación. La Pandemia ahondó los problemas sociales existentes y explicitó aún más crudamente las diferencias de calidad de vida entre los argentinos.
La crisis del sistema político
Para gobernar en democracia, las elites necesitan crear expectativas de mejora futura y conectar emocionalmente con la cultura y con el sentido de un tiempo histórico. Luego, en la gestión, tienen que construir su legitimidad en base a soluciones a los problemas y anhelos populares. Ambas cuestiones demandan movilizar factores racionales, valorativos y emocionales.
Para ganar una elección, se requiere que el pueblo crea en la capacidad de los dirigentes de transformar su vida. Con este objetivo, es necesario crear un relato movilizador. En cuatro décadas de democracia, la dirigencia partidaria agotó varios de los relatos motivadores de expectativas y sumergió al electorado en un creciente escepticismo. El pueblo no cree que con la democracia se viste, se come y se educa, mientras que un sector importante directamente no vota o lo hace “contra” alguien. La modernización y la promesa del primer mundo terminaron en la amarga decepción del año 2001. El relato del Estado presente y de la década ganada fue derrotado en las urnas en cinco de las últimas seis elecciones nacionales.
En cuatro décadas, la dirigencia argentina no fue capaz de formular y de implementar un proyecto nacional integral de desarrollo que le garantice el bienestar a la mayoría popular. En su lugar, practicó erráticas políticas neoliberales, desarrollistas y progresistas cuyo triste desenlace en la vida de los argentinos ya comentamos. En no pocas situaciones, los mismos dirigentes y partidos derribaron las políticas que antes habían implementado, negaron la doctrina que habían divulgado, vendieron empresas que luego estatizaron, promovieron regulaciones y luego desregulaciones y fomentaron relaciones con el mundo a las que luego se opusieron.
Como resultado de los inestables ciclos de desarrollo, se produjo un sinfín de desencuentros entre la dirigencia y el electorado. En el año 2001, el sistema político entró en una profunda crisis de legitimidad, auspiciando la salida anticipada de De la Rúa que terminó con muertos en la calle durante las jornadas del mes de diciembre. Durante algunos meses, el sistema político no pudo estabilizarse y entraron y salieron varios presidentes en un hecho inédito para el régimen institucional iniciado en 1983. La capacidad de mando del peronismo de Eduardo Duhalde, permitió reconducir una tumultuosa y sufrida transición. Sobre esta alianza de base bonaerense, Kirchner revitalizó el pacto democrático, instaló un relato movilizador e impulsó un nuevo patrón de desarrollo que parecía devolverle al país ciertos rasgos de Nación de mediano plazo. Dos décadas después de la asunción del mandatario patagónico, el país volvió a la recesión, a la pobreza de la mitad de los argentinos y a una gestión estatal ineficiente. Retornaron, como en 2001, el descreimiento y la desconfianza popular con los partidos y con el sistema político.
II. La ruptura con la política profesional
La performance electoral de Javier Milei y de la Libertad Avanza fueron una novedad. Tal suceso hay que interpretarlo, centralmente, a la luz del diagnóstico de crisis social, económica e institucional antes mencionado. Además, y tal cual lo describen diferentes analistas, hay elementos importantes que ayudan a comprender el cambio radical que protagonizó el electorado. Entre otras cuestiones, no se puede dejar de destacar el carisma del líder y su capacidad de dialogo en redes, las particularidades de la militancia de los libertarios de los últimos años, las condiciones excepcionales de la Pandemia, las nuevas tecnologías de comunicación y cultura, y las tendencias de la política partidaria regional e internacional.
La presidencia de Milei es la consecuencia de un sentimiento de desencanto de una parte importante de la sociedad con la política y con las instituciones. Muchos argentinos consideran que el país carece de una elite con visión nacional y con vocación por el bien común. Se percibe que su lugar lo ocupó una clase dirigente que se ajusta especulativamente a los contextos y que va mutando sin otra finalidad que reproducirse como grupo. En este contexto, Milei tuvo el acierto de presentarse como la contracara de esa corporación política, a la que bautizó popularmente como “la casta”.
Arturo Jauretche había ya diagnosticado el problema de la falta de una elite nacional y lo había teorizado en su libro El medio pelo en la sociedad argentina.
En el actual momento cultural, emocional y social, la Libertad Avanza refundó el sistema de partidos nacido el 17 de octubre de 1945. Luego de 1983, ya lo habían intentado el FREPASO y el PRO: espacios que, para llegar al gobierno nacional, se aliaron con la UCR. La candidatura de Milei a la presidencia implementó una ruptura radical con los partidos profesionales tradicionales.
Juan Perón y Javier Milei tienen algo en común: ambos llegaron a la presidencia por intermedio de las urnas siendo actores externos de la política tradicional. En el siglo pasado, lo más cercano a esta particularidad fue el caso de Agustín Justo, que alcanzó la primera magistratura de la mano de la Concordancia pero, a diferencia del referente de la Libertad Avanza, ya había sido ministro de gobiernos radicales y tenía mayor trayectoria partidaria. Otro caso análogo podría ser el empresario Mauricio Macri, pero este dirigente también tenía mayor recorrido partidario antes de alcanzar la presidencia y además pertenecía al establishment económico argentino.
Perón y Milei plantearon una agenda de desarrollo que incluyó cambios y rupturas profundas, aunque con sentidos ideológicos y programáticos enfrentados. El líder justicialista pudo encarar una transformación estructural, ya que tenía una alianza originaria con el ejército, al que le sumó la clase obrera organizada, dirigentes de varios partidos, sectores del empresariado y de la Iglesia. La reforma radical que promueve Milei camina sobre bases menos sólidas, depende del apoyo que le puedan dar los factores de poder económico local y trasnacional, un sector de los partidos y una opinión pública no organizada. Además, y cuestión que puede sonar paradójica, la garantía de la trasformación que quiere impulsar Milei depende de la “casta política” de diputados y senadores que él cuestiona. Son estos dirigentes los que le aprobaron paquetes de leyes monumentales y que mantienen vigente el DNU 70/23 que disolvió la división de poderes y que habilitó un nuevo ciclo histórico de cesarismo presidencial.
III. De la crisis social y política a la fractura de la Nación Argentina
Según cifras oficiales del INDEC, en el primer semestre del año se encontraban en situación de pobreza el 52,9% de las personas y el 18,1% de ellas eran directamente indigentes. Proyectado a la población total, se calcula que hay 25 millones de pobres en Argentina. Dentro de ese tenebroso panorama, 7 de cada diez menores de 17 años son pobres.
En este alarmante contexto, y luego de años de privaciones, es difícil predecir cuánto tolerará el pueblo humilde el programa de La Libertad Avanza, caracterizado por el severo ajuste presupuestario y por la destrucción del Estado. No se sabe hasta cuándo acompañarán los sectores populares la obstinada y mesiánica opción preferencial por los ricos del oficialismo como única y dogmática estrategia de desarrollo.
Las clases medias están sumamente empobrecidas y emocionalmente inestables. Utilizan como válvula emocional de escape a su frustración, el castigo electoral a los oficialismos cada dos años. Además, y esta es una cuestión fundamental, mantienen vivo el anhelo de que sus hijos escapen de su drama cotidiano por tener la posibilidad de estudiar en la Universidad y de gestionar una ciudadanía para vivir en el extranjero.
Tampoco hay certidumbre de hasta cuándo el empresariado apoyará a un líder con una personalidad explosiva, caracterizada por la confrontación con instituciones y con figuras del poder internacional tan diversos como la ONU o las dirigencias socialistas europeas. La hostilidad pública del presidente con aliados comerciales estratégicos como China y Brasil puede hacerle perder mucho dinero a grupos poderosos. Lo mismo ocurre con la decisión de Milei de parar la obra pública, cuestión que toca intereses.
El déficit cero, la búsqueda de bajar la inflación –que sigue siendo muy alta en todos los precios menos en el del salario– y el desfinanciamiento de las políticas públicas no consolidan un programa de desarrollo y menos aún una política sustentable en el tiempo. La decisión de cortar la obra pública hace sumamente difícil la reactivación de la economía y del empleo, así como deteriora –aún más– una infraestructura que es fundamental para la competitividad empresarial y para garantizar la vida diaria y el bienestar de la población.
Al ritmo de las crisis, el sistema político está abandonando el bipartidismo tradicional, volviéndose más inestable y menos previsible. No hay casualidad alguna en que ni Macri y ni Fernández se religieron. De no revertirse el ciclo económico recesivo, el desencanto popular aumentará, en el contexto de una población con una mecha emocional cada día más corta.
Más allá de lo que ocurra en el plano de los partidos y de las opciones electorales, lo que hay que destacar es que el país está atravesando una crisis profunda que demuele las bases sobre las cuales se organizó la Nación.
La marginalidad está minando la solidaridad social. En los grandes centros urbanos, se vive en medio de un creciente estado de anomia, de enfrentamiento, de aislamiento y de violencia.
La dirigencia está naufragando sin encontrar un norte de valores que los ordene, una cultura nacional que los reúna y que les otorgue una unidad de destino compartida. Los intentos de fundar una sociedad con el darwinismo neoliberal y con el individualismo progresista de izquierda fueron un fracaso.
Los valores de la solidaridad comunitaria y del patriotismo, el ideario de la conciencia histórica y del nacionalismo, brillan por su ausencia.
El tema central a destacar es que la disgregación social, la anomia de la masa y la falta de legitimidad de los partidos debilitan la capacidad política de los gobiernos. Como consecuencia de esto, el Estado se vuelve cada día más incapaz de ordenar la convivencia, así como también de formular e implementar un programa de desarrollo orientado al bien común.
La debilidad del pueblo libre, del gobierno y del Estado argentino, impiden implementar cualquier transformación política, debilitan la soberanía y profundizan nuestra condición de dependencia frente a las corporaciones y las potencias extranjeras.
Para empezar a reconstruir la Nación, el país requiere de una amplia unidad nacional. Ningún partido o sector por separado van a poder encarar el desafío de superar el estancamiento, de darle mejor calidad de vida a la población postergada y de refundar el modelo de país. La unidad nacional debe ser el marco para sentar las bases de un programa de acuerdos mínimos en temas estructurales y sin los cuales el país es inviable.
La nueva Argentina demandará de un mito movilizador, de una dirigencia con visión nacional y de un pueblo libre y organizado capaz de motorizar el proceso.
Sobre el autor
Aritz Recalde es Licenciado en Sociología y Ciencias de la Educación. Magister en Gobierno y Desarrollo. Doctor en Comunicación de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata.
Director del Departamento de Humanidades y Artes de la UNLa