El neoliberalismo es la respuesta economicista a una crisis gubernamental de dimensiones incalculables… y también de larga data. No sólo se trata de la tan mentada crisis de representación entre gobernantes y gobernados. Es algo más profundo; es la crisis del delicado equilibrio entre los derechos de unos y las libertades de otros (las cuales, al fin y al cabo, también son derechos).
¿Dónde empieza y termina el derecho a la propiedad privada? ¿Con cuánta libertad se puede utilizar lo que es propio? ¿Hasta qué punto esa libertad puede infringir el derecho al trabajo, a la salud, a una vida digna? ¿Puede libertad de circulación primar sobre la libertad de expresión, incluyendo las protestas callejeras? Los agudos conflictos que resquebrajan al mundo occidental –y aquí hay que conceder un lugar muy especial a la Argentina– no son otra cosa que la supuración de libertades y derechos ultrajados. Al igual que un método de amputación, el neoliberalismo busca suturar la herida abriéndola más y más. ¿Cuál es el antídoto para el dolor? La terapia de shock.
La Comisión Trilateral, creada en 1973 por iniciativa de David Rockefeller, es considerada como una de las tantas piedras fundacionales del neoliberalismo. Su pregunta de partida: ¿cuál es el costo económico del ejercicio de las libertades?, sintetiza claramente lo que decíamos más arriba. Tanto los derechos como la aplicación de la ley pueden ser evaluados en función de los costos económicos. Lo cual se traduce de la siguiente manera: ¿cuánto el Estado está dispuesto a sacrificar en nombre de la austeridad y la eficiencia? No sólo el derecho a la salud, a la educación y al trabajo son juzgados a partir de la necesidad de reducir el gasto público; más llamativo aún es que la seguridad llegue a evaluarse en relación con las potenciales ganancias generadas por el mercado del crimen organizado.
Así planteadas las cosas, Gary Becker, economista de la Escuela de Chicago ganador del Premio Nobel en 1992, pudo preguntarse (cínicamente) ya no cómo castigar eficientemente los delitos, sino cuántos crímenes resulta rentable permitir si se consideran las externalidades de los mismos. Este razonamiento tiene una contraparte práctica, y es la manera de abordar el crimen mediante estrategias de inversión selectiva en materia de aplicación de la ley penal. Los resultados están a la vista de todos: una administración del mercado del crimen organizado como productor de riqueza y empleo.
A comienzos del XXI, Stephen Holmes y Cass Sunstein (2022) mostraban cómo el dominio de los violentos y los inescrupulosos daba lugar a un “capitalismo de ladrones”. Lo que, a primera vista, parece una desviación inaceptable, se revela como un programa afirmativo.
Holmes y Sunstein también afirmaban que todos los derechos legales, aún los denominados “derechos negativos”, son positivos puesto que, para ser efectivos, requieren de tribunales y demás estructuras gubernamentales que los protejan, esto es: su vigencia depende de una asignación presupuestaria. En tal sentido, exigir derechos implica siempre distribuir recursos y garantizarlos. Una comunidad política debe decidir hacia dónde orientará sus contribuciones impositivas: ¿qué derechos sí y cuales no? Y aquellos que se cumplan, ¿con cuánto rigor y extensión efectiva?
Si todos los derechos legales presuponen decisiones políticas, si siempre hay que canalizar recursos escasos para hacer valer esos derechos, entonces cuanto más poder, riqueza y capacidad de influencia tengan determinados grupos de interés, más se orientarán los recursos escasos a proteger los derechos que favorecen dichos intereses. Ante el factum de la escasez de recursos estatales –y bajo el imperativo eficientista de reducir los costos al mínimo posible– la manera más simple de recortar gastos consiste en desplazar la agenda pública de un lado a otro: de la antigua demanda por universalizar derechos costosos al cumplimiento derechos menos costosos.
Me interesa remarcar este punto. Una tendencia hacia el ejercicio político de “gobiernos low cost” parece organizar cada vez más desde dentro a los Estados de derecho actuales. Esos Estados ya no pueden ni desean garantizar la universalidad e imparcialidad de la ley. Al antiguo sueño bienestarista de la solidaridad social, de armonía y de movilidad ascendente, de pleno empleo, educación y salud universales y gratuitos, parece sucederle una novedosa pesadilla: los recursos finitos frente a una demanda infinita ponen en primer plano la lucha por la agenda sobre cómo recortar derechos o debatir derechos baratos. Esta nueva estrategia de gobierno da lugar a una sociedad ultracompetitiva, donde reinan las diferencias y las desigualdades. Más que una sociedad, es la administración de una pluralidad de pequeñas comunidades fragmentadas y enfrentadas que luchan por imponer sus demandas a costa de las otras.
Cuando el acceso universal a la salud, la educación y el trabajo ya no pueden garantizarse de manera universal por sus altos costos, su acceso parcial se traduce en una segmentación de la población; lo cual, ciertamente, hace que esa población resulte más sencilla de administrar en términos de gasto público. Más barato administrar segmentos que administrar el todo.
Así, mientras algunos segmentos logran acceder a empleos legales formales e informales, otros son considerados recursos descartables de mercados ilegales; o meros sobrantes, dependiendo del uso que cada uno haga de su capital humano acumulado –un concepto ampliamente utilizado y difundido por Gary Becker–. Segmentos con alta expectativa de vida por su posibilidad de acceso a la salud y otros servicios conviven hoy con segmentos descartables que son utilizados hasta la caducidad. Desde que las libertades y los derechos costosos son una variable del ajuste económico, los derechos baratos, es decir, aquellos fáciles de financiar, ya sea porque protegen a pocas personas, ya sea porque tienen más peso simbólico que costo económico, tienden a hegemonizar la agenda pública y a funcionar como compensación simbólica.
Deberíamos tomar en serio las enseñanzas de la Comisión Trilateral. Los derechos tienen un costo. Ello está fuera de duda. En todo caso, habría que enfrentar el problema poniendo la economía al servicio de las personas, y no al revés. Así defenderíamos la vigencia de los antiguos derechos universales. Nada de lo que está en nuestra agenda, nada de lo que ocupa la reflexión de un lado a otro de “la grieta” parece casualidad. Quizá haya llegado el momento de retomar la agenda maximalista que el siglo XX nos legó.
Bibliografía
Holmes, S & Sunstein, C. (2022). El costo de los derechos. Buenos Aires: Siglo XXI.
Sobre el autor
Luis Blengino es licenciado en filosofía y doctor en ciencias sociales.
Profesor en La Universidad Nacional de la Matanza y de la Universidad de Buenos Aires.
Investigador del CONICET.